viernes, 19 de febrero de 2010

El cine en los años 80


La década de los ochenta se caracterizó, desde el punto de vista empresarial, por las sucesivas compras y ventas de los patrimonios de la Metro Goldwyn Mayer, la 20th Century Fox, Columbia, United Artists y otros paquetes menores. Los grandes conglomerados multinacionales, muy implantados en sectores como la electrónica de consumo, el mundo discográfico y las cadenas de televisión, buscaban entrar en estos grandes almacenes del cine, porque sabían que, con esos lotes interminables de películas, tendrían poder en el sector audiovisual.

La nueva generación de productores y directores tenía muy claro que los éxitos habidos hasta finales de la década no podían ser ocasionales.


Frente a héroes de corte clásico, propios del subgénero llamado ópera espacial, otros aventureros de perfil más reprochable llegaron a las pantallas por esta época. El violento conductor solitario que sobrevive a un apocalipsis nuclear en Mad Max, salvajes de la autopista (1978) es un buen ejemplo al respecto. El responsable de esa película, el australiano George Miller, prolongó las peripecias del personaje en dos largometrajes más: Mad Max 2: El guerrero de la carretera (1982) y Mad Max: Más allá de la cúpula del trueno (1985). En los dos casos cabía entrever elementos del western. Una vez más, la mezcla de géneros seguía su curso.

Precisamente del cruce entre novela negra y ciencia-ficción nació Blade Runner (1982), de Ridley Scott. El dibujo del futuro que proponía esta película es bastante verosímil. Ciudades masificadas, multirraciales, hipertecnificadas y de alta criminalidad. El enfrentamiento entre el detective protagonista y esos seres cibernéticos que aspiran a ser humanos y vivir como tales posee una tensión extraordinaria, por no mencionar la belleza de la realización, con no pocos elementos del estilo publicitario. Este título no sólo influyó en posteriores películas del género, sino que también dejó su marca en el cómic e incluso en la novela.


El agresor llegado de otro mundo, en este caso futuro, era el tema de Terminator (1984), de James Cameron, película en la que la caza del hombre está protagonizada por un poderoso humanoide cibernético que, como la criatura de Frankenstein en el film de Whale, muestra su rebeldía con la destrucción. Adaptándose a los nuevos gustos del público, Cameron dirigió una segunda parte, Terminator II: el Juicio final (1991), en la que el robot de apariencia humana se convertía en aliado de los humanos.

El viaje al pasado, como en Regreso al futuro (1985), de Robert Zemeckis, o al fondo de la memoria, como en Desafío total (1992), de Paul Verhoeven, permitían la llegada a un mundo nuevo. Ese factor de extrañeza fue decisivo para encauzar aventuras en las que, tanto o más que la propia historia, contaba la ambientación de los paisajes por los que ésta discurre. Es por ello por lo que los efectos especiales cobraron una creciente y acaso excesiva importancia.

A la sombra de Lucas y Spielberg crecieron profesionalmente directores como Joe Dante (Gremlins, 1983), Robert Zemeckis y Tobe Hooper (Poltergeist, 1982). La comercialidad, no obstante, llegó a través de las disparatadas comedias de los hermanos Zucker (Aterriza como puedas, 1980; Top Secret, 1984) y también de la mano de Ivan Reitman (Los cazafantasmas, 1984), y John Landis (Un hombre lobo americano en Londres, 1981).

El cine de los ochenta es sumamente interesante por la confluencia de varias generaciones de realizadores. Así, Walter Hill, Paul Schrader, Lawrence Kasdan, John Badham, Alan J. Pakula, Peter Bogdanovich y Brian de Palma llegaron a su madurez creativa en un momento en el que seguían en activo Billy Wilder, George Cukor, John Cassavetes, Robert Altman, Blake Edwards y Martin Ritt.

Con un criterio cosmopolita, Hollywood acogía desde años atrás a un buen puñado de cineastas extranjeros. Fueron los casos de Ridley Scott (Blade Runner, 1982), Louis Malle (Atlantic City, 1980), Andrei Konchalovsky (Los amantes de María, 1984), Milos Forman (Amadeus, 1984), Wim Wenders (París-Texas, 1984), Ken Russell, Michael Apted, Alan Parker, Richard Marquand, Peter Weir (El año que vivimos peligrosamente, 1982; Único testigo, 1985), George Miller (Las brujas de Eastwick, 1987) y Bruce Beresford (Gracias y favores, 1983; Paseando a Miss Daisy, 1989).

Uno de los principales impulsores de la industria británica fue el productor David Puttnam. Por estas fechas, salieron de las islas cintas como Carros de fuego (1981), de Hugh Hudson, Excalibur (1981), de John Boorman, y Gandhi (1982), de Richard Attenborough. Asimismo, se dieron a conocer creadores más personales, como Peter Greenaway, Stephen Frears y Michael Radford.

Para protegerse, el cine francés dispuso del impuesto sobre la entrada y del apoyo del conjunto del SOFICA (Sociedad para la Financiación de la Industria Cinematográfica y Audiovisual), que financiaba la producción audiovisual a partir de capitales de empresas y particulares que buscaban, con dicha inversión, beneficios fiscales.

Las iniciativas que se pusieron en marcha desde mediados de los años ochenta tenían que ver con las directrices globales de las principales empresas audiovisuales francesas. Así, determinadas líneas creativas pasaron directamente a televisión –el cine cómico, el cine negro–, mientras que en el cine se favoreció la presencia de nuevos directores, jóvenes que irrumpieron con notables pretensiones que el tiempo fue situando en su contexto.

No obstante, la fama siguió sonriendo a veteranos como François Truffaut (El último metro, 1980; La mujer de al lado, 1981; Vivamente el domingo, 1983), Claude Chabrol (El caballo del orgullo, 1980; Un asunto de mujeres, 1988), Eric Rohmer (La mujer del aviador, 1980; Paulina en la playa, 1982) y Jean-Luc Godard (Nombre: Carmen, 1983; Yo te saludo, María, 1985). Al tiempo, otros directores más jóvenes intentaron aunar calidad y comercialidad: Maurice Pialat (Loulou, 1980), Gérard Oury (As de ases, 1982), Coline Serreau (Tres solteros y un biberón, 1985) y Jean-Jacques Annaud (El oso, 1988), por citar sólo a los más conocidos.

El gobierno francés defendió el cine como patrimonio nacional, y también como industria del ocio. Por eso los franceses fueron los máximos impulsores de la “excepción cultural”, que Europa puso sobre la mesa en las conversaciones comerciales con Estados Unidos (concretadas en la negociación del GATT). Gracias a ese impulso gubernamental, se fortaleció desde los primeros años noventa la presencia del cine francés en sus propias salas, y de hecho, llegó a alcanzar una media del 35-40% de la cuota de mercado.

El cine argentino festejó su recuperada democracia con títulos de sumo interés. María Luisa Bemberg estrenó Camila (1984) y Yo, la peor de todas (1990), Fernando Solanas rodó Sur (1987), Manuel Pereira, La deuda interna (1987), Carlos Sorin, La película del rey (1985), y Eliseo Subiela dio a conocer Hombre mirando al Sudeste (1985) y El lado oscuro del corazón (1991).

Dentro de Europa, el intercambio cultural se cifraba en coproducciones. Por lo demás, distribuían su cine dentro de continente el maestro Ingmar Bergman (Fanny y Alexander, 1982), Andrzej Zulawski, Emir Kusturica (Papá está en viaje de negocios, 1985), Elem Klimov (Masacre, 1985), Wim Wenders (Cielo sobre Berlín, 1987), Krysztof Kieslowski (No matarás, 1987) y Manoel de Oliveira (Francisca, 1981).

Japón continuó ofreciendo películas muy interesantes, arraigadas en la tradición medieval y las costumbres ancestrales. Akira Kurosawa, con el apoyo de Coppola y Lucas, consiguió acabar Kagemusha (1980). Nagisa Oshima estrenó en medio mundo Feliz Navidad Mr. Lawrence (1982) y Shoei Imamura recogió la Palma de Oro en Cannes por La balada de Narayama (1983).

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