domingo, 14 de marzo de 2010

El cine en los años 70, 80 y 90



Ninguna época es uniforme y los años 70s no son la excepción. Si uno mira en la distancia el cine que se veía en aquellos años, pueden encontrarse con muchas tendencias: igual que ahora, igual que siempre. Sin embargo, es indudable que esos años fueron marcadamente políticos y el cine que vimos y que nos gustaba, las películas que fueron para nosotros “las grandes películas”, estaban impregnadas de política.
Se vivía el cine como algo muy importante y definitivo, lo cual era bueno, sin duda, pero se sacrificaba al cine como entretenimiento. Era el culto del cine europeo y la satanización de Hollywood. Prohibidas Aeropuerto, Tiburón, Love Story, El mundo está loco, loco. Prohibidas y por lo tanto más gozadas: en secreto. Prohibido lo rosa: Un hombre y una mujer, de Claude Lelouch (prohibido Lelouch).
Había, no obstante, una excepción a aquella tiránica regla: las películas de vaqueros. Por unos dólares más, Por un puñado de dólares y la impresionante Pandilla salvaje de Sam Peckimpah. Por ahí se coló el buen cine norteamericano: Cowboy de medianoche, El último deber, Maridos, Barrio Bohemio, Mi vida es mi vida, American Graffitti. Apenas la punta del iceberg de una tradición que hubiera sido un error imperdonable desconocer porque nos llevaba directo a un gran descubrimiento: la época dorada de Hollywood de los años 40 y 50 (no es necesario citar directores ni películas: todos las conocen). Quedaba despejado el camino para apreciar, en toda su magnitud de gran cine, películas como El Padrino. (Hair y 2001, odisea del espacio: de directores europeos en Estado Unidos, ¿merecen un capítulo aparte?).


La década de los ochenta se caracteriza por el uso y abuso de la violencia y de los efectos especiales. No ha impedido ello el surgimiento de nuevos valores en la dirección cinematográfica. La década ha visto nacer nuevas cinematografías por todo el planeta y la transformación técnica e ideológica de las ya existentes.

Al principio de esta década que está a punto de concluir el crítico cinematográfico David A. Cook se preguntaba en su libro A History of Narrative Film (1982) sobre el futuro del séptimo arte. Sobre todo le preocupaba la lenta pero inexorable evolución de la técnica fílmica hacia la técnica del vídeo, desde el momento en que se ha conseguido que la calidad de la imagen en este último medio iguale o incluso supere a la que se consigue en soporte de celuloide. Además, la finalidad de ambos sistemas es básicamente las misma: la creación de las imágenes, y como este autor comenta, “... todo el sistema de distribución de las películas –y en consecuencia la dinámica de producción de las mismas- se verá transformado. Tendrá lugar un marcado desplazamiento de ver las películas en los cines a verlas en casa”.

Esta fue más o menos la predicción de los críticos al principio de los años 80. Y podríamos decir que en parte tuvieron razón, pero sólo en parte. Porque aunque no se puede negar que en los últimos años ha aumentado en forma espectacular el consumo de imágenes a domicilio (la apabullante proliferación de los vídeo-clubs es una prueba de ello), no por ello ha descendido el volumen de asistencia a las salas de cine. Sí ha cambiado, no obstante, el tipo de salas que goza de las preferencias del gran público: esta década ha sido testigo de la eclosión de los multicines y de las salas pequeñas.

Lo que sí es verdad –y a esto también se refiere Cook- es que la evolución tecnológica de ambos medios (cine y vídeo) ha sido asombrosa en los últimos años y continuará acelerándose en el futuro. Porque es evidente que el cine es un arte eminentemente tecnológico, y en vista de ellos cualquier adelanto técnico traerá consigo un cambio formal, así como una variación en los gustos del público. Véase si no el inusitado interés que han cobrado últimamente los efectos especiales en perjuicio del desarrollo argumental de las películas, al menos en relación con el cine comercial de evasión.

Esos adelantos tecnológicos han permitido la difusión a gran escala de las conquistas que en lo que a lenguaje fílmico se refiere se han venido haciendo paulatinamente a lo largo de los 95 años de existencia del 7o Arte. Así, ahora encontramos el montaje de atracciones de Eisenstein en muchos anuncios televisivos, y el uso extendido del steadicam ha puesto los movimientos complicados de cámara al alcance de cualquiera. La citada difusión de la técnica cinematográfica ha permitido la aparición en el cine de los años 80 de fenómenos anteriormente impensables. Quizá el ejemplo más evidente sea el de Steven Spielberg y su productora, la Amblin Entertainment, con su filial la Industrial Light & Magic. Este señor ha montado un verdadero imperio de la imagen basado en los efectos especiales ; efectivamente, gran parte de los films que han producido carecen de la más mínima calidad artística, pero no por eso dejan de constituir invariablemente grandes éxitos de taquilla.

La casi única excepción a la regla la constituyen las películas dirigidas por el propio Spielberg, quien es capaz de combinar con habilidad la profusión de efectos especiales con un nivel aceptable de calidad. Como ejemplos sintomáticos de su obra podríamos citar la serie sobre Indiana Jones, con En busca del arca perdida (1981), Indiana Jones y el templo maldito (1986) e Indiana Jones y la última Cruzada (1989), así como otros filmes suyos de carácter menos comercial, como El color púrpura (1987) o El imperio del sol (1988). Junto al cine de efectos especiales ha florecido igualmente en esta década una execrable filmografía de tintes fascistoides basada mayormente en la violencia por la violencia. Nos referimos al caso de Sylvester Stallone y sus imitadores Norris y Schwarzenegger, con su interminable serie de secuelas varias. Según Omar Calabrese (La era neobarroca, 1987), los personajes de estas películas se han convertido en nuevos héroes, en símbolos –para mal o para bien- del postmodernismo que nos ha tocado vivir, y como tales son aceptados por el público. Dejamos a la imaginación del lector el calibrar las consecuencias que una tal forma de pensar, promocionada sistemática a diestro y siniestro por los medios de difusión de masas, puede traer para la humanidad del futuro.

Esa sería la situación a grandes rasgos del actual cine americano de evasión. No obstante, no podemos olvidarnos de citar a algunos autores de ese mismo país que actúan de una forma más independiente y al margen de los canales comerciales, como serían Woody Allen (ya consagrado desde los años 70), Francis Ford Coppola (en franco declive, según parece) o el interesante Alan Rudolph, entre otros. Son cineastas que nos devuelven en parte la confianza en que el cine norteamericano no ha caído tan bajo como algunas de sus más recientes producciones podrían hacernos pensar.

La premura del espacio concedido para este artículo nos impide, por supuesto, hacer un balance completo de todo el cine que se ha hecho durante la década de los 80. Por ello nuestro propósito se limita a fijar algunos trazos que nos parecen definen de alguna manera a la década desde un punto de vista fílmico. Para ello nos estamos basando mayormente, aparte de algunas cosas vistas por TVE y de la lectura de revistas especializadas, en lo que se ha podido ver en nuestras carteleras, que no es gran cosa. Distinto sería si en vez de en Canarias nos encontrásemos en Madrid o Barcelona, o tal vez en París o Nueva York. Porque hay que ir a esos lugares para poder enterarse de lo que se cuece en el mundillo cinematográfico.






El cine de los noventa aportó grandes películas, sobre todo comparándolas con la década anterior. De cara a los estrenos, las grandes compañías apostaron por multiplicar el número de copias para su exhibición, lo cual les obligaba a reforzar la mercadotecnia precisa para recuperar su inversión a corto o medio plazo. Y pese a la proliferación de festivales que impulsaban al cine independiente, éste último pasó a depender también de las majors, consolidando el vigor de los grandes grupos.

Lo cierto es que la década se abrió con el deseo de que el público adulto volviera a las salas. Por desgracia para los promotores de la medida, los estudios de mercado aún demostraban que la mayor parte de la audiencia estaba formada casi exclusivamente por adolescentes. En todo caso, surgió un grupo de cineastas independientes que reclamaba la herencia de los setenta y se dirigía a una audiencia madura, tanto por su edad como por sus ambiciones intelectuales. En dicho grupo se distinguieron tipos sumamente interesante. Por ejemplo, John Sayles, Ang Lee, los hermanos Coen, Edward Burns, etc...

Junto a las producciones de George Lucas y Steven Spielberg –aún más respetado tras el lanzamiento de la magistral La lista de Schindler (1993)–, nos encontramos con los esmerados trabajos de otros norteamericanos.
A la delicadeza de James Ivory (Regreso a Howards End, 1992), se sumaban la sorprendente y prolífica trayectoria de Woody Allen (Misterioso asesinato en Manhattan, 1993; Poderosa afrodita, 1995; Todos dicen I Love You, 1996) y la imaginería bizarra de Tim Burton (Eduardo Manostijeras, 1990; Ed Wood, 1994; Pesadilla antes de Navidad, 1995; Mars Attacks!, 1996). Tim Burton para mi se convirtió en uno de mis directores favoritos desde que vi Eduardo Manostijeras, aunque ya había visto Bitelchus.

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